NUESTRA GRAN NOCHE por Ignacio Soler.
Tras una mala racha con los colmilludos, Nacho y yo ansíabamos la llegada de este rececho nocturno. El sábado 13 tocaba volver a confiar en los mejores; @jjgomezcaza. Cazaríamos en fincas abiertas en la zona de Albacete.
Como cada vez que salimos tras ellos, nos dijimos una y mil veces que esta sería nuestra gran noche. Preparamos las cosas y sin olvidar mi gorra nos subimos al coche con una sonrisa de oreja a oreja, pues solo el reencontrarse con José Carlos y revivir antiguas historias de caza por esas tierras era motivo de ello. De camino al cazadero se palpaba la incertidumbre sobre qué nos brindaría la luna aquella noche, con más de un 85% de visibilidad y con un cielo despejado.
La espera.
La jornada comenzó con una espera al atardecer en el sopié de una mancha cerrada, sentados en lo alto de un cerro con unas vistas inigualables de todo las Sierras, posición desde la que dominábamos por completo una finca de frutales a la que los jabalíes solían acudir a hacer de las suyas por las noches. Allí permanecimos disfrutando de la puesta de Sol y de la visita inesperada de algunos Zorros que, sin percatarse de nuestra presencia, campaban por allí a sus anchas. Mientras tanto cruzábamos los dedos para que allí se personara algún verraco más pronto que tarde.
Faltaría algo más de una hora para la media noche, cuando comenzamos a escuchar movimiento de la mancha en dirección al tiradero, pero justo antes de que terminaran de cumplir, una zorra ladró con fuerza a aquellos que bajaban a los frutales, lo que frustró los planes, haciéndoles desaparecer. Aunque no hubiéramos conseguido efectuar el lance, las sensaciones eran muy buenas.
Corrían poco más de las once de la noche en este instante. Recogimos las cosas y bajamos al coche. Sabíamos que la noche era joven. Tocaba pasar a la acción; tocaba salir tras ellos.
El rececho.
Sin perder un sólo minuto nos acercamos al punto de observación más cercano. Desde allí pudimos divisar a gran distancia un bulto de muy buen tamaño, acompañado de otro menor que lo seguía fielmente. José Carlos, nuestro guía, nos hizo saber rápidamente que no dejaríamos pasar esa oportunidad. Podría tratarse de un buen macho con escudero. El viento no soplaba fuerte y lo hacía en la dirección correcta. Rececharíamos aquel animal.
Bajamos apresurados al coche, dejamos todo aquello que no fuese imprescindible y comenzamos la entrada hacia la pareja de jabalíes. Rifle, trípode y gorra en mano, nos lanzamos tras ellos. En ese momento nos separaban más de un kilómetro y medio de ellos, pero ya tomábamos las mismas precauciones que si estuvieran a una cuarta. Sabíamos que cualquier fallo podría truncar nuestros planes.
El viento, aunque bastante cambiante, jugaba más o menos a nuestro favor, no obstante tuvimos que cambiar la dirección de entrada hasta en tres ocasiones, con el fin de pasar desapercibidos. Cada paso que dábamos suponía un incremento de mi ritmo cardíaco.La luna resplandeciente se convirtió en el mejor aliado, ya que nos ofrecía una visibilidad fundamental para no pisar nada fuera de lugar.
Poco a poco, y paso a paso, los kilómetros se fueron haciendo metros, y los minutos; horas. Cada vez estábamos más cerca. Siempre juntos, sin prisa pero sin pausa.
Cada pocos metros nuestro guía José Carlos daba el alto, en el que parábamos por unos segundos para escuchar, observar, y confirmar que nuestros invitados seguían en su postura, inadvertidos de nuestra presencia, que cada vez era más cercana.
Poco apoco aquella pareja de jabalíes se fue desplazando hacia unas tierras de cereal, situadas detrás de una balsa de riego construida en altura, lo que nos permitió avanzar a buen ritmo, parapetados por la balsa.
Tras una hora de intensísima entrada ya casi podíamos tocarlos con los dedos. Menos de 100 metros y la balsa en altura nos separaban de ellos, cuando José Carlos se paró a otear el horizonte una vez más. Sin comerlo ni beberlo, el suído de aparente buen porte salía trotando de detrás de la balsa en dirección a unos almendros colindantes, acción que no bancó su joven acompañante, quien prefirió continuar trabajando el cereal.
Sabíamos que había llegado el momento. Los nervios estaban a flor de piel por parte de todos los allí presentes. José Carlos le pidió a Nacho que permaneciese ya ahí inmóvil, para nosotros realizar la última entrada en dirección a los almendros. Al acercarnos, nos encontramos al susodicho ramoneando almendras subido de manos al tronco de un árbol. Definitivamente aquel animal tenía buen tamaño.
Aún faltaban unos últimos metros, que a mí se me hicieron eternos. Si esto no acababa ya se me saldría el corazón por la boca. Cada paso que dábamos era pensado, medido y dado con precisión quirúrgica. Sabíamos que un simple error; ya fuera un simple paso a destiempo, un suave resbalón, o un ligero tropezón tiraría por la borda todo el trabajo realizado, todo ese tiempo invertido, y todos esos miles de pasos dados con anterioridad. Pero no, José Carlos no permitió que nada de eso sucediera.
El lance.
Y al fin llegó el momento. Más de un kilómetro acariciando el suelo con las botas, atravesando caminos, siembras, viñas, patatales, barbechos, y por último almendros para plantarnos delante de aquel morlaco a escasos 30 metros. En ese instante allí solo se escuchaban mi corazón latiendo con fuerza alternado con el chasquido que producía el animal cada vez que rompía una almendra, chasquidos que aprovechó José Carlos para confirmar por última vez que allí estaba; y con manos de pianista, colocar el trípode para que pudiera efectuar el disparo.
Cogí el rifle como si de cristal fuera, lo apoye minuciosamente sobre el trípode y me encaré. Gracias a la Luna pude ubicarlo, y precipitándome un poco, fruto de mi inexperiencia y con el aliciente del buen tamaño de aquel animal, apreté el gatillo, haciendo sonar tambores a la una y trece minutos de la madrugada. Aquel fogonazo puso fin a tal exhaustivo rececho nocturno.
El cobro.
En ese momento no pensé en si le había dado o no, o si era grande o chico, o si sería macho o hembra. Solo pensé en que pasase lo que pasase; ya habría merecido la pena. Miré a José Carlos y lo abracé. Lo vi igual de excitado que a mí, y contento, me decía que aquel cochino iba herido de muerte. En cambio yo tenía sensaciones adversas, pues sentí que coloqué bien el disparo, pero a la hora de apretar el gatillo, hice gatillazo, por colocarme mal. Eso me hizo pensar que mi disparo quedó bajo, pudiendo haber fallado aquel jabalí.
Después de unos minutos de reflexión en voz baja, dando tiempo al jabalí, nos acercamos al lugar en el que se encontraba el animal en el momento del lance, sin encontrar nada de sangre. En ese momento mis nervios comenzaron a crecer de nuevo, y solo trataba de aferrarme una y otra vez a las palabras que me decía José Carlos, quien pensaba que sí que estaba bien tocado. Como donde hay capitán no manda marinero, continuamos con la búsqueda.
Aquella tierra de Almendros no era muy grande, por lo que al no hallar rastro, decidimos dar una “vuelta al ruedo” buscando la salida del animal. Pero al poco de comenzar, José Carlos nos advirtió de movimiento, y pudimos ver cómo el cochino se proseguía con su huída almendros afuera, malherido.
Manteniendo la calma nos aproximamos al lugar donde lo escuchamos salir, y ¡eureka! Topamos con un buen rastro de sangre. José Carlos tenía razón una vez más, pues ese cochino iba bien tocado. Al poco de continuar con el rastro de sangre, y sin perderle de vista, pudimos observar en silencio cómo; tras unos pocos pasos más, caía desplomado al suelo definitivamente.Tras confirmar que el animal había sido correctamente abatido, nos acercamos eufóricos al encuentro, ya con los deberes más que hechos aún sin saber lo que encontraríamos allí.
Al llegar al animal las sospechas se hicieron realidad, pues encontramos este bonito macho, con un trofeo más que considerable, y más tratándose de caza completamente en abierto. Ese bonito trofeo fue el broche de oro a aquella inolvidable velada. Tras múltiples abrazos y celebraciones, cargamos el animal al coche, poniendo punto y final a esta increíble e irrepetible experiencia.
A la mañana siguiente destazando el animal para aprovechar toda su carne, pudimos analizar la trayectoria de la bala. Efectúe de un disparo certero pero bajo. Pero al tratarse de un lance en desnivel ascendente, dañó zonas vitales de la caja e inutilizó por completo la paletilla derecha del animal, quedando la bala alojada en su interior. No obstante el disparo no fue suficiente para frenarlo en seco.
Sin duda una jornada de caza que perdurará para siempre en nuestras cabezas, pues para mí ha sido la mejor experiencia de caza mayor en mi corta trayectoria.
Gracias a J.J. por organizar aquella inigualable salida, por la profesionalidad y el trato cercano a sus clientes, y por hacer felices a dos jóvenes cazadores una vez más. El rececho de jabalí por la noche me ha parecido de las cacerías más emocionantes que he podido realizar. Gracias a José Carlos por su inigualable labor de guía aquella noche y siempre, y al resto de cazadores profesionales de J.J. GÓMEZ CAZA, ya que sin su experiencia y determinación a la hora de tomar decisiones nada de esto hubiera sido posible. Gracias a Nacho por acompañarme una noche más detrás de los colmilludos y a todos mis buenos amigos con los que disfruto cada día de lo que para mí es mi forma de vida.
Gracias a mi abuelo, por enseñarme esta manera de ver la caza, plasmada por Ortega y Gasset en que;
“No se caza para matar, sino que se mata por haber cazado”.
Espero que pronto nuevas historias que contar; quién sabe si mejores, lo que sí que sé con certeza, es que serán de la mano del equipo de J.J. GÓMEZ CAZA
Ignacio Soler.